Por Isidoro Santana

 

Medio siglo atrás, en 1975 la República Dominicana exportó bienes por US$894 millones. El PIB de ese año ascendía a US$3,600 millones, lo que indica que el país exportaba el 25 % de su producción. Para ese momento, casi todo lo que se exportaba eran cuatro productos agrícolas tradicionales (azúcar, café, cacao y tabaco) más algunos minerales que recién se incorporaban.

Pero el resto de América Latina estaba peor: casi todos los países dependían de uno a dos productos: el que no exportaba cobre era petróleo, el otro azúcar, otro café o estaño. Se nos calificaba de países monoexportadores, lo que nos exponía mucho a los vaivenes de los mercados internacionales.

Es en esa época cuando se inician los esfuerzos por aumentar y diversificar las exportaciones. Muchos países latinoamericanos crearon agencias para fomentar su comercio exportador. La estrategia regional consistía en: 1) aumentar las exportaciones, 2) diversificar los mercados y 3) diversificar los productos.

 

¡Exportar es fácil! En nuestro país fue creado en 1971 el Centro Dominicano de Promoción de Exportaciones, CEDOPEX (después CEI-RD y ahora ProDominicana). Muchos de los mejores economistas de esa época entraron a trabajar en la nueva institución. Su trabajo principal consistía en buscar estadísticas, analizar datos y preparar perfiles de productos agrícolas e industriales con potencial de venderse en el mercado internacional, así como de explorar y gestionar los mercados a donde venderlos. ¡Exportar es fácil!, se llamaba uno de sus boletines.

De esos tres propósitos, la República Dominicana logró el tercero, diversificar la oferta exportable, pero fracasó estrepitosamente en los otros dos. Ahora exporta múltiples bienes, pero en poca monta y concentrado en el mercado norteamericano.

Medio siglo después, en el 2024, las exportaciones ascendieron a US$13,872 millones, dentro de un PIB de US$124,600 millones, lo que indica que ahora apenas se exporta el 11% de la producción nacional.

Cuando leemos los titulares provenientes de las habituales notas de prensa de las instituciones del Estado mostrando cifras e indicando los logros de nuestro sector exportador, mucha gente cree que la República Dominicana se ha convertido en una potencia exportadora.

Un amigo me comentaba hace un tiempo, seguramente influenciado por esa publicidad, que hasta hojas de plátanos hacia una remota isla estábamos exportando, indicio de que a algunos de los migrantes que han salido de nuestro país hacia múltiples destinos del mundo se les ha ocurrido preparar pasteles en hoja.

Aun así, viendo los números fríos parece un gran logro que hayamos pasado de exportar 894 a 13,872 millones de dólares en medio siglo, pero los números engañan pues ni los dólares son iguales ni la economía mundial es la misma. A juzgar por el deflactor implícito del PIB norteamericano, un dolar del 2024 equivale a 22 centavos del 1975.

En valor real las exportaciones dominicanas se multiplicaron por 4.2, al tiempo que las latinoamericanas se multiplicaron por 6.6; pero las de Asia Oriental y el Pacífico, donde están los países considerados de mayor éxito económico, se multiplicaron por 15, como se ve en el gráfico.

Lo increíble es que tal cosa haya ocurrido en una época en que la República Dominicana tiene acuerdos comerciales que le dan libre acceso a los mercados más grandes del mundo; y también a los más cercanos. Otra cosa extraña es que, a pesar de ello, la economía dominicana ha sido una de las de mayor crecimiento, no solo de América Latina, sino a nivel mundial. Pero ha crecido hacia adentro: mientras las exportaciones se multiplican por cuatro el PIB se multiplica por nueve.

En virtud de que la República Dominicana es un país relativamente pequeño, cualquiera entendería que es impensable que creciera mucho sin desarrollar un dinámico sector exportador. La evidencia estadística es rica en ejemplos de que cuando una economía crece mucho, las exportaciones lo hacen a un ritmo superior. Difícilmente un país pueda desarrollar su economía creciendo hacia adentro, a menos que sea un país con una base poblacional muy amplia.

Entonces viene la pregunta de cómo ha podido un país como el nuestro conseguir las divisas que ha demandado tanto crecimiento; mucha gente respondería que la razón está en el turismo, de modo que, lo que no se exporta en bienes se exporta en servicios; pero esta es una verdad a medias, puesto que cuando se suman bienes y servicios, la pendiente de la curva exportadora no cambia mucho, como veremos en un artículo posterior.

Ahora se plantea otro interrogante sobre la calidad del crecimiento. La realidad es que la brecha ha sido cubierta por tres fuentes de divisas que, aunque bienvenidas, obstaculizan el desarrollo exportador: remesas familiares, endeudamiento público e inversión extranjera. Resulta que cualquiera de las tres genera una enfermedad holandesa, en el sentido de que presiona hacia abajo la tasa de cambio real (abarata el dólar), sobrevaluando la moneda nacional y restando competitividad al aparato productivo, lo que agrava las trabas ancestrales derivadas de la precaria educación, energía, infraestructura y servicios.

Todo lo cual condiciona el modelo económico: el insuficiente desarrollo de un sector exportador da un crecimiento incapaz de inducir el surgimiento y desarrollo de nuevas actividades formales y empleo de calidad. La respuesta empresarial ha sido contrarrestar con salidas tan ineficaces como negativas: no pagar impuestos, mano de obra inmigrante y salarios de miseria.

 

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