Por Mary Leisy Hernández

 

El Camino a Santiago de Compostela es una de las peregrinaciones más concurridas y antiguas del mundo. Peregrine previo a mi cumpleaños y no pude elegir mejor manera de festejar mi entrada a una nueva década, pese a lo difícil de algunas subidas, de bajadas resbaladizas o de caminar bajo lluvia o candente sol.

En cada paso que di, sentí que más que caminar hacia adelante, caminaba hacia adentro, hacia un mejor nivel de conciencia. Este camino que surgió con el propósito cristiano de visitar la tumba del apóstol Santiago, hoy además de católicos, lo recorren personas de diversas creencias que viajan de todo el mundo en busca tal vez de encontrarse consigo mismo o quizás para superar situaciones de duelo u otros temas personales.

El camino no es un jardín de flores, es como la vida misma: una mezcla de paisajes y situaciones distintas. Hacer este peregrinar no es un juego, requiere cierta preparación, entrenamiento y coraje para enfrentar las sorpresas del viaje.

Tampoco puede calificarse esta osadía como turismo, aunque mucho se convive con personas de diversas culturas, se aprende y se disfruta de lugares, culinaria, rituales e historias distintas. Con desafíos o no, este camino es una maravillosa manera de desconectarse de rutinas desgastantes, de estar en comunicación con la naturaleza y vivir sensaciones muchas veces inesperadas e inexplicables, pero igualmente favorables para nuestro crecimiento personal.

Para vivir plenamente el camino es preciso estar abiertos a la diversidad, sin apego a lujos ni confort. Cada uno lo vive de acuerdo al momento vital que transita. Igual, peregrinar nos mueve favorablemente a todos de alguna manera. Continuará…

 

 

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