MIRANDO POR EL RETROVISOR
Por Juan Salazar
Cuando la “moral y cívica” era tan importante en las escuelas, uno de los momentos más incómodos que solíamos enfrentar era ver a nuestros padres pedir excusas por un comportamiento inadecuado de cualquiera de sus hijos, en las aulas o cualquier otro escenario.
El rostro de nuestros progenitores lo decía todo, especialmente cuando se trataba de una conducta disruptiva vinculada a un valor, principio o norma de comportamiento.
Literalmente era el “trágame tierra”, porque regularmente la excusa venía acompañada de la frase “pero no volverá a ocurrir”. Y se sabía muy bien lo que esa expresión encerraba.
Fue lo que observé en el rostro de la vicepresidenta de la República, Raquel Peña, al pedir excusas por el maltrato a una periodista de un integrante de la seguridad de la ministra de Interior y Policía, Faride Raful, cuando la comunicadora intentaba abordar a la funcionaria, como parte de sus legítimas funciones.
El episodio me recordó la ocasión en que durante mi pasantía periodística fui a cubrir el acto inaugural de una Feria del Libro, con la presencia del presidente de la República. Mi jefe inmediato en la Redacción me pidió que le comprara el afiche de un personaje que admiraba. Llegué temprano y cumplí con la encomienda antes de la ceremonia pautada para las 8:00 de la noche, porque pensé que podría extenderse demasiado y posiblemente el stand de esa librería estaría cerrado al concluir.
El afiche iba colocado cuidadosamente en una funda y, cuando llegué a la entrada del salón donde sería celebrado el acto, un miembro de la seguridad del mandatario me preguntó: ¿Qué llevas ahí, periodista? Le respondí: Un afiche ¿quieres verlo? Y me dijo: “No, pasa”.
Cuando pasaba justo a su vera apretó la funda para comprobar si realmente llevaba un afiche, pero lo hizo tan fuerte que lo echó a perder. Le dije algunas cosas indignado y, finalmente, mis compañeros me convencieron de que mejor entrara al salón y olvidara el asunto.
No sé si ese guardaespaldas persistió en actitudes irracionales similares, porque no estuvo presente ningún superior que pidiera excusas por su inapropiado comportamiento, como ocurrió con la vicepresidenta Peña y la seguridad de la ministra de Interior.
A lo largo de mi ejercicio periodístico he visto con mucha frecuencia vejámenes contra representantes de medios de comunicación, sin las debidas sanciones que les pongan fin a episodios de esa naturaleza.
Esos maltratos y hasta agresiones a comunicadores ya serían cosas del pasado si las debidas excusas estuvieran acompañadas del “pero no volverá a ocurrir”, similar al de nuestros padres que se cumplía al pie de la letra, con las sanciones incluidas.
Si la ministra Faride Raful conmina a que “rueden” a quienes muestran desacuerdo con algunas de sus decisiones, incluidos comunicadores sociales, lo más lógico es que quienes velan por su seguridad asuman una actitud similar y los pongan también a “rodar” de mala manera.
Siempre he sido partidario de predicar con el ejemplo. Y pienso que esos comportamientos de subalternos se dan porque observan en sus superiores una actitud que asimilan y terminan imitando.
Y el ejemplo debe comenzar por la casa. La semana pasada observé un operativo de agentes de la Dirección General de Seguridad de Tránsito y Transporte Terrestre (Digesett), a la salida del elevado que conecta a Villa Mella con el centro de la ciudad. Vi pasar a dos militares en motocicletas, sin casco, con la gorra que tradicionalmente usan. Fueron ignorados por los agentes de tránsito, quienes sí detuvieron a un civil que iba detrás, también sobre el elevado, aunque llevaba la protección en su cabeza.
Claro, el agente de tránsito no se atreve a detener a un militar porque lo más difícil es lidiar con los egos del poder, sin importar el nivel de la autoridad: Un guardia, un guardaespaldas o un ministro.
Los egos del poder crecen por los privilegios que otorga la parafernalia que acompaña a quienes lo ostentan, olvidando que esa prerrogativa que otorga el pueblo es para servir, no para maltratar. Resulta difícil mantener la humildad, si ahora se desplazan con franqueadores, reciben honores a su alta investidura, comen ricos manjares con figuras de renombre y caminan sobre finas alfombras.
Pero en su camino de grandeza olvidan que el poder es pasajero. Y el mejor ejemplo está en esa frase proverbial que ha pasado a la historia por ser tan premonitoria: “Tan fácil es pasar del destierro al solio, como del solio a la barra del senado”.
Cuando el insigne orador y sacerdote Fernando Arturo de Meriño le recordó esa expresión a Buenaventura Báez durante su juramentación como presidente de la República, en 1865, también le dijo que gobernar un país “es servir a sus intereses con rectitud y fidelidad; hacer que la ley impere igualmente sobre todos los ciudadanos… ”.
Asumir con humildad y sin desprecio las críticas, sin perder la firmeza y valentía al aplicar medidas que se consideran necesarias, también muestra el mejor rostro del Estado.
Es la mejor manera de que los servidores públicos, sin importar el nivel, “rueden” en el cumplimiento de sus funciones, pero sin sucumbir ante los egos del poder.