Oscar López Reyes

 

(I)

Por: Oscar López Reyes

Dejar de exhalar por el cese de las funciones vitales del organismo vivo, seguido de un ritual de llantos, esquelas, flores, mensajes de fraterna solidaridad y elegías, desgarra y deshidrata en el abrumador crespón negro del desconsuelo, la aflicción y la inadmisible despedida sin retorno. El ángel de la muerte encarrila a un paraíso o a un infierno de bóvedas subterráneas.

 

La adoración y la ternura del ser bien amado inerte no permite comprender que la infuncionalidad fisiológica y neurológica moldea como necesaria e importante dialéctica del cambio: unos arriban desde ovarios de mujeres y otros se marchan hacia un sitio inexplorado y -si todos se eternizaran- la supervivencia humana zumbaría insoportable.

El individualismo existencial, y el egoísta deseo inconmensurable de seguir disfrutando -sin pausa- de los placeres universales, de sus experiencias edificantes, de las palpitaciones y las sonrisas de los semejantes, el rocío perfumado de los jardines de rosas rojas y el reposo del cuerpo y el alma,

La tierra se halla en estado de agitación desde hace más de tres mil 800 millones de años, y los seres humanos desde la aparición del Homo sapiens, en Africa, hace aproximadamente 200 mil años. Los demógrafos calculan que en ese transcurrir histórico han existido 117 mil millones de personas, y fallecidos 109 mil millones, lo que significa que en el 2025 poco más de 8 mil millones habitan el planeta.

Si los 117 mil millones de individuos subsistiera, ¿habría terrenos, viviendas, trabajo, centros sanitarios y educativos y alimentos para todos ellos? Si ninguno expirara, los estudiosos de la evolución y estructuras de las urbes y aldeas estiman que la población aumentaría diariamente un 42% adicional. Al alumbrar pocas criaturas y desaparecer físicamente muchas, la economía sería insostenible en la esfera socio-económica.

En ese recoveco circundado de misterios, prevalezca o no el pandemonio, indudablemente que la muerte se acicala como importante.

Lógicamente, el deceso priva a la humanidad de la experiencia y de filósofos, pensadores, sabios y científicos (inventores y descubridores), como Sócrates, Platón, Aristóteles, René Descartes, Immanuel Kant, David Hume, Friedrich Nietzsche, Jean-Paul Sartre, Michel Foucault, Albert Einstein, Isaac Newton, Thomas Edison, Benjamín Franklin, Alexander Fleming, Galileo Galilei, Nikola Tesla, Samuel Morse, Steve Jobs, Bill Gates y otros emprendedores de mentes luminosas que han cambiado el rumbo del orbe.

Ahora, retrasar el envejecimiento – ya se puede llegar hasta 120 años-, pero aspirar a vivir hasta 500 años y acabar con las enfermedades a través del avance de la tecnología y la ciencia médica, como la ingeniería genética y los telómeros cromosomales y la ingeniería genética, tendríamos una caótica superpoblación.

En las próximas décadas, ¿bajará el número de nacimientos o se incrementará la población mundial y alargará la longevidad, con las terapias con células madre, la nanotecnología, la ingeniería tisular o la inteligencia artificial?

Las personas se extinguen por la vejez, por sufrir accidentes, por un rayo, una electrocución, un ciclón o terremoto; por el accionar de un semejante o por cuenta propia. Pero si se prolonga el desenlace final y los mortales se amontonan en el hacinamiento de la mundología, la partida por la ausencia bioeléctrica del cerebro será peor: falta de agua y comestibles, de espacio físico para cohabitar y ahogado por la saturación de aire harto contaminado.

 

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