Por Fernando Rodríguez
Admito que me quedé corto en mi artículo anterior cuando afirmé que una nube negra asomaba en el panorama de los EE. UU. con la llegada a la presidencia de un personaje que piensa que fue elegido emperador del universo, que puede a su antojo y conveniencia manejar el mundo como si fuera un feudo de su propiedad.
Donald Trump es un soberbio personaje, convicto por demás, que llega al poder de nuevo por uno de esos fenómenos sociales de difícil comprensión en una sociedad que, como la norteamericana, tiene una gran tradición de respeto institucional a lo interno.
Resulta innecesario, porque son noticias diarias, enumerar los desafueros que a diario comete este petulante señor, pero indignan por sus implicaciones, medidas como la de pretender eliminar, por orden ejecutiva, el derecho constitucional a la nacionalidad de los nacidos en territorio norteamericano de padres ilegales, medida, por suerte, paralizada por orden de una jueza que se respeta y no se deja intimidar por las fanfarronerías de Trump.
Ante su anunciado proyecto de borrar lo que queda del pueblo palestino para convertir la zona en un atractivo turístico, concluyo afirmando que más que una nube negra que pende sobre los EE.UU., Donald Trump, es un tenebroso huracán que amenaza al mundo.