MIRANDO POR EL RETROVISOR

Por Juan Salazar

A principios de la semana pasada ayudé a un hombre con la condición dual de invidente y adulto mayor a salir de una estación del Metro de Santo Domingo y a tomar luego un vehículo de transporte público.

El chofer de un minibús del transporte público -de las llamadas guaguas voladoras- que quedó momentáneamente detrás del carro de concho que abordaría el invidente, mostró su malestar y enojo porque el anciano y yo nos tardamos un poco más de lo que su paciencia podía resistir en el proceso de abordaje.

Cuando finalmente pude completar lo que entendía como un noble gesto y el chofer del minibús pudo avanzar, me pasó por el lado lanzándome toda clase de insultos e improperios.

También el pasado viernes, mi sobrino Erick, sin conocer ese episodio, me contó la tristeza que le provocó ver a una mujer de avanzada edad y con serias limitaciones, recogiendo botellas plásticas en las calles, con el riesgo que implica un tránsito cada día más profuso y caótico.

Esos dos casos con adultos mayores los palpé directa e indirectamente en la misma semana en que falleció la señora Eladia María Mercedes, de 87 años, sin cristalizar su lucha por obtener la remuneración correspondiente a un terreno heredado de su madre, ubicado en el Aeropuerto Internacional de Las Américas.

En el proceso, doña Eladia se desgastó, sufrió la amputación de una pierna y al final una trombosis, sin que el Estado dominicano se condoliera de su precaria condición física y emocional, dejándola sin esos recursos económicos tan necesarios para recibir por lo menos atenciones sanitarias de calidad que le permitieran prolongar la vida.

Hay jóvenes que aman tanto a sus abuelos como a sus padres, brindándoles mimos y cuidados.
Hay jóvenes que aman tanto a sus abuelos como a sus padres, brindándoles mimos y cuidados.EXTERNA

Históricamente la sociedad dominicana ha vivido de espaldas al compromiso de brindar a los ciudadanos una vejez digna, libre de las angustias y limitaciones que se observan con tanta frecuencia en esa etapa de la vida, cuando la vulnerabilidad es mucho mayor. Son más frecuentes los achaques de salud, pero sin la cobertura del seguro médico al que tanto aportaron durante su edad productiva y con una pensión que ni siquiera alcanza para lo mínimamente esencial.

Incluso, el desdén y el olvido suelen comenzar en el propio hogar, con hijos y nietos que olvidan lo que sus abuelos y padres hicieron por ellos en su niñez, adolescencia y gran parte de su juventud. Como bien reza una canción del salsero panameño Rubén Blades titulada Amor y control: “Sólo quien tiene hijos entiende que el deber de un padre no acaba jamás, que el amor de padre y madre no se cansa de entregar”. Y eso ocurre en cualquier etapa de la vida de los hijos.

He visto a jóvenes mofarse de ancianos como si la edad de la que ahora se pavonean les durará para siempre. La Biblia nos dice en el libro de Levítico 19:32: “Delante de las canas te pondrás en pie; y honrarás al anciano, y a tu Dios temerás; yo Jehová” y en el Salmo 71:9 expone una exhortación a modo de clamor: “No me deseches en el tiempo de la vejez; cuando mi fuerza se acabare, no me desampares”.

El pintor y escultor español Pablo Picasso dijo en una ocasión: “Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”. Para esos jóvenes que asumen la vejez como sinónimo de acabado, recordarles que en pocas horas Donald Trump, con 78 años, será juramentado para un segundo mandato en la presidencia de Estados Unidos.

Claro, está la otra cara de la moneda. En mis salones de clases he conocido casos de jóvenes estudiantes que aman tanto a sus abuelos como a sus padres, a quienes prodigan mimos y cuidados, sacrificando hasta horas de docencia para atenderlos. Y el dolor cuando mueren es tan intenso como si hubieran sido sus progenitores.

No quiero desaprovechar esta oportunidad para resaltar una de las expresiones inconmensurables de amor que solemos pasar comúnmente por alto en el país: Los hogares de ancianos. Hogares, no asilos, porque su labor va más allá de cuatro paredes frías para brindar cobijo.

No se trata de una casa o domicilio, el término “hogar” tiene una connotación subjetiva que lo convierte en el lugar donde nos sentimos amados, acompañados y protegidos. Precisamente lo que logran esos centros, pese a sus limitaciones, con tanto tesón, amor y sacrificios.

Siempre he dicho que instituciones como los hogares de ancianos ayudan a gobernar, porque evitan a los Estados realidades que podrían ser más dramáticas sin su existencia.

Solo imagínese, amable lector, cuál sería la imagen que brindaría al mundo un país si tuviera en las vías públicas a esos ancianos que reciben asistencia en los hogares diseminados por todo el territorio nacional.

Gran parte de esas entidades son manejadas por monjas y otras mujeres dignas de los mayores elogios y reconocimientos por su entrega y dedicación a un segmento de la población tan olvidado y maltratado.

Lamentablemente, sigue siendo letra muerta en muchos sentidos la Ley 352-98 sobre Protección de la Persona Envejeciente y que además creó el Consejo Nacional de la Persona Envejeciente (Conape), como organismo encargado de trazar las políticas, planes, estrategias y programas específicos para la atención de la población mayor de 65 años.

Esa norma consagra que los envejecientes tienen derecho a la educación, cultura y recreación; al bienestar social, salud y nutrición; al empleo y a la generación de ingresos; a permanecer en su propio hogar, mientras sea posible, mediante programas de restauración, desarrollo y adecuación de su vivienda, y quizás lo más importante, a la seguridad, respeto y dignidad.

La triste realidad es que la mayoría de esos derechos se pierden cuando la persona llega a la tercera edad, porque hasta las empresas del sector privado se resisten a emplear una persona cuando ya pasa de los 40 años.

Los casos de doña Eladia, el invidente del Metro y la señora que recoge plásticos para subsistir son un vivo ejemplo de la insensibilidad estatal y social hacia la población envejeciente.

La ley de marras, promulgada el 15 de agosto de 1998, establece en uno de sus considerandos “Que es imperiosa la necesidad de eficientizar las estructuras institucionales existentes e involucrar los distintos actores sociales en la respuesta a la problemática del envejeciente”.

Y, 26 años después, esa necesidad sigue siendo tan imperiosa como aquel día.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *