MIRANDO POR EL RETROVISOR

Por Juan Salazar

En mi niñez siempre me desilusionó recibir cada año el mismo regalo de Reyes: Una pelota de goma para jugar rebotándola en las paredes. Un 6 de enero que dormí con un “ojo abierto y el otro cerrado” descubrí la real identidad de los “Reyes Magos” y la explicación de por qué no recibía las pistolas con cananas tipo vaquero que tanto anhelaba.

Otro desencanto de mi niñez era cuando los domingos pasaba la guagua que vendía helados en barquillas. La canción que anunciaba su cercanía activaba a todos en la casa. El problema surgía cuando papá decía que ese domingo no había dinero para comprarles esos deliciosos helados a sus ocho hijos, solo para la menor, mi hermana Eunice.

La desilusión era colectiva. Mis padres nunca se enteraron que solía encaramarme en uno de los bordes del autobús para seguir escuchando hasta por dos cuadras la música que brotaba del vehículo y que tanto activaba el paladar.

Y un tercer desaliento en mi infancia ocurrió con mi gallo al que llamaba “Papacito”. Por el tiempo que dedicaba al ave, echándolo a pelear con los de un amiguito y algunos adultos, descuidé mis responsabilidades escolares. Mis calificaciones bajaron notablemente y, como no sentaba cabeza con el gallo de pelea, mi padre decidió venderlo.

Traigo a colación esas “frustraciones” de mi niñez por dos razones. La primera: Recibí la pasada semana una camiseta y una carta de Unicef con motivo del Día Mundial de la Infancia, que se conmemora el 20 de noviembre de cada año, centrado en esta oportunidad en el 35 aniversario de la Convención sobre los Derechos del Niño, la más ratificada en la historia de la humanidad.

La conmemoración ha traído este año una interesante interrogante: ¿Sobre qué derecho de la niñez tienes una historia que contar?

Actualmente, el castigo a que más apelan los padres es limitar a sus hijos el uso de las tecnologías.

Con respecto a las dos primeras “frustraciones” citadas, en realidad no vulneraron ningún derecho en mi niñez. Mis padres, con las limitaciones que acarreaba crecer en un hogar con serias limitaciones económicas, siempre me brindaron el derecho al juego y el ocio.

Esa conquista establecida en la Convención plantea que el trabajo infantil, la carga excesiva de actividades educativas, la falta de espacios públicos, la ausencia del juego y el ocio en los niños y niñas, limitan su derecho a “jugar, reír, soñar”, a seguir siendo niños durante toda su infancia.

Sobre la venta del gallo, mi padre se tomó el tiempo para explicarme esa decisión que ahora considero correcta y no violatoria de ningún derecho. A lo mejor hubiera terminado siendo un fanático de las lidias de gallos y un ludópata empedernido, además de la adicción por una actividad que incentiva el maltrato a los animales.

Como adulto entendí que la actitud de mis padres de evitar complacerme en todo cuanto quería, me fue preparando para asimilar los futuros «noes» de la vida.

Lo mejor de mi niñez fue que, aunque hubo chancletazos y correazos en el hogar, esas clásicas “pelas” que ya no tienen razón de ser luego de aprobarse esa histórica Convención, los valores y principios siempre estuvieron presentes, inculcados, no sólo de boca, sino con el ejemplo de mis padres.

La segunda razón de recordar esas “frustraciones” fue el reciente simposio al que asistí con el tema “Abordaje multidisciplinario de las adicciones”, organizado por la Fundación Fénix, con el apoyo del Ministerio de Salud Pública y el Servicio Nacional de Salud (SNS).

En la actividad, la psicóloga infanto-juvenil, Paula Cercas, expuso sobre la importancia de fomentar una crianza consciente para garantizar el desarrollo emocional, social y espiritual de niños y niñas, con empatía y el acompañamiento de sus padres.

Cercas argumentó que las normas y reglas en el hogar son incómodas, pero innegociables para formar el carácter de los niños, niñas y adolescentes. Mencionó en su disertación una palabra clave: “firmeza”.

Esa entereza la observé en una madre que abordó la semana pasada el Metro de Santo Domingo con su hija de unos 8 años. A la niña le cedieron un asiento, pero quería ir parada mirando la trayectoria del tren. Su madre se negó a complacerla y, aunque la niña reclamó con vehemencia ir de pie en el asiento, incluso con berrinches, ella no cedió.

Era evidente la frustración en el rostro de la niña porque su madre no complació su capricho, consciente de que una parada brusca del tren o un frenazo –algo que suele ocurrir con mucha frecuencia- podía acarrearle una severa lesión y a sus progenitores angustias que pueden evitarse simplemente con firmeza al momento de poner límites a los hijos.

La crianza responsable implica un compromiso mayor en un mundo dominado actualmente por las avanzadas tecnologías y el uso intensivo de las redes sociales, incluso a temprana edad, con el consentimiento de los padres que ponen en las manos de sus hijos celulares y tablets sin establecer controles y límites.

Sin pensarlo, algunos padres transmiten a sus hijos el mensaje subliminal de que las tecnologías son el bien más preciado en sus vidas, cuando imponen como castigo restricciones en su uso.

Padres que, además, evitan constantemente “frustrar” a sus hijos, complaciéndoles en todo, porque argumentan que “no quiero que vivan lo que yo pasé”.

Esa actitud de padres que practican con sus hijos el “laissez faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar) ha restado también autoridad a los profesores en las aulas para corregir y hasta al vecino que llamaba la atención al crío cuando notaba que estaba en malos pasos.

Maestros y vecinos, al notar que son enfrentados por los padres cuando intentan corregir a sus hijos, ahora asumen igual actitud que con los pleitos entre marido y mujer: No meterse con los “bichos” ajenos.

Una crianza consciente amerita quizás una postura ecléctica que apele a lo mejor del pasado y del presente, tomando en cuenta que niños, niñas y adolescentes tienen derechos, pero también deberes que cumplir.

Una crianza consciente requiere establecer normas y reglas con empatía y actos concretos de amor.

Una crianza consciente requiere establecer normas y reglas con empatía y actos concretos de amor.EXTERNA

Algunos de esos derechos esenciales son, como recuerda Unicef con ocasión de la pasada fecha conmemorativa, a la vida, la salud, la protección, la educación, a una identidad, a información de calidad, al juego, a expresar su opinión y ser escuchado, a la intimidad y a asociarse.

Pero una crianza consciente y responsable conlleva también insistir en que niños y niñas tienen deberes, aunque, como bien apuntó la psicóloga Cercas, estableciendo normas y reglas con empatía y actos concretos de amor, para brindarles un entorno seguro y de confianza.

Les confieso, amables lectores, que fui muy feliz durante mi infancia y gran parte de la adolescencia venciendo hasta a adultos en el juego de la pelota rebotada en las paredes, debido a las habilidades que desarrollé, porque no tuve otra opción en el Día de Reyes.

Disfruto de un rico helado en cualquier momento sin ningún mal recuerdo del pasado y suelo brindarlos a cualquier persona, sin que exista una fecha especial de por medio.

Y ya no me gustan las peleas de gallos, una barbarie y de los peores actos de crueldad contra un animal.

Solo confío que aquella niña del Metro valore la firmeza de su madre para protegerla y no cuente en un futuro Día Mundial de la Infancia, que su progenitora se comportó como una hosca que vulneró su derecho a ir parada en el asiento.

 

 

 

Por Orbita Informativa

Periódico digital con sede en Santo Domingo, capital de República Dominicana, nació en septiembre del año 2021.

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