Oscar López Reyes

Bollito (bajito y barrigón) se metía a las actividades públicas y privadas sin ser invitado, ni representar a ningún medio periodístico. Después de ser un jubiloso receptor de suculentos bocadillos y aperitivos, así como de resonantes pescozadas, una medianoche le ocurrió algo que tristemente se nos aprieta el pecho para contarlo. Su compinche, Pachanga (alto y bien fuerte), carterista de siete leguas, ha estado saltando con una mala suerte menos pesarosa: tres veces ha sido recluido en celdas de Najayo, y ahora ha cambiado de reglas: en vez de embelesar para poner a suspirar billeteras, pide.

Bollito vestía con saco y corbata (peinado decentemente y empapado con un penetrante perfume de caimito), que compró a precios de ganga en un mercado de pulgas, para parecerse a un periodista y hacer el mejor papel de intruso en actos vespertinos y nocturnos. En su parlanchina picaresca, ¡pucha!, disfrutaba con postín de los buffets y whisky, en una mezcla con sinsabores. Pero, ¡oh misterio de la vida!, y ¡oh castigo mundano y jamás deseado!

Sigamos con Pachanga. Una noche estaba sentado en un asiento del salón de actos de una universidad de la avenida Máximo Gómez, detrás del señor rector, justamente a medio brazo de su bolsillo/cartera, y cuando este periodista lo miró fijamente, se espantó y salió como un bólido. Un 16 de agosto desapareció, en el Panteón Nacional, la cartera de un alto funcionario. Numerosas veces acarició celdas de Najayo, y el 13 de abril de 2021 un preso llamó telefónicamente a este periodista para un darle un aviso: aquí dijo que cuando salga te dará un solo punzonazo. Por ahí anda suelto, ¡buche y pluma na’ma! Por fin. Coincidencialmente, una mañana se situó detrás del titular de una institución gremial, y cuando nos vió, exclamó: “Yo no robo, pido”.

Volvamos con Bollito. Pasada la medianoche, llegaba a su hogar con un molestoso tufo a comida –porque andaba de actos en actos, sin ser invitado – y, desconociendo esos saltos sociales, sus vecinos porfiaban que trabajaba como lavador de platos o como cocinero de alta hotelería. Todos convenían, eso sí, que necesitaba que le echaran una jarra de detergentes, para ellos descansar las fosas de sus narices, y así poder dormir.

Antes de acudir a las comilonas, pasaba a saludar a dos tipos que producían un programa en una emisora que se escuchaba únicamente en la cuadra donde estaba instalada. Uno de ellos no tenía siquiera el diploma de bachiller, y otro era un abogado especializado en la defensa de imputados por narcotráfico y corrupción. Usaba ese medio como parapeto para justificar a malhechores, calumniar e intimidar en el chanchullo.

Con los bigotes como un charlatán, este excursionista urbano-nocturno estampaba de trovador junto a sus compañeros “paracaidistas” o “pica-picas” Tragaldabas, quien tenía la boca grande, masticaba y se llenaba como una longaniza; Peguita: era ancho y bajito, y alzaba el codo y la copa sin aspavientos; Buche, quien aplaudía como si fuera el anfitrión principal, y Plato Roto, que gesticulaba, con falta de modales, y al final se chupaba los dedos y limpiaba la dentadura, en presencia de todos, con pedazos de cartones que recogía en las alfombras.

Dos de esos zancudos vivían tranquilos y sonrientes, y los otros actuaban como chantajistas y extorsionadores. No eran miembros del Colegio de Periodistas, porque no se titularon de licenciados en comunicación social en una universidad, pero, eso sí, a media mañana leían la agenda del periódico El Diario. Subrayaban, con bolígrafos, los eventos que más les atraían, para asistir con el cogote más largo que una jirafa.

A los ágapes y festines arribaban en carros públicos sin puertas ni capotas. Al desmontarse, en el cuello de sus camisas se encasillaban, visiblemente, un letrero grande de Prensa, que mandaban a confeccionar para no confrontar problemas en los cocteles, bodas, cumpleaños, fiestas, inauguraciones, coloquios, mesas redondas, circulación de libros y otras celebraciones.

-¡Alto!

A los porteros que les ordenaban paradas y les preguntaban para qué medios laboraban, se las ingeniaban para citar semanarios llamativos, pero inexistentes, y nombres reales de emisoras de radio de pocas audiencias. Unos les creían, y otros les daban un chance, bajo dudas.

Ahora con las caras sueltas y relajadas en el núcleo de los encuentros, se ajustaban a los protocolos. A los contertulios saludaban con apretones de mano, y no peleaban ni contradecían a ninguno de éstos, aunque los insultaran y empujaran, porque era parte de su filosofía. No se consideraban invitados extras, y se comportaban decentemente. Intervenían en conversaciones, con coherencia y buen sentido, y estaban prestos a opinar de todo, incluso sobre complejos temas de actualidad.

– ¿Por qué a ustedes los llaman paracaidistas?, le preguntó un curioso provocativo a Bollito, nombrado como tal porque en las picaderas que se metía en los bolsillos de su traje nunca faltaba un bollito. Y, encima de una carcajada, respondió:

-“Paracaidistas somos los que nos metemos a lamber a los encuentros sociales sin que nos inviten. Y nos tildan así, porque en los actos caemos desde el aire”.

Y, ante el asombro de su dialogante, adicionó:

-“Sujetos entrometidos como nosotros han existido desde que el mundo es mundo. ¿O acaso cuando Trujillo no los había? Ellos se hacían pasar como diplomáticos y pertenecían a la clase alta, y nadie los jodía. A nosotros sí que nos fastidian, porque somos de abajo”.

A Bollito no le importaba pasar bochornos ni desazones, y aseveraba que a lo único que le temía era a los médicos. Espabilando sin cesar hacia el horizonte, relataba que cuando tenía que ir donde un bata blanca se le enfriaba la espalda, y que sólo embriagado con el romo dao podía acudir a buscar los exámenes que le practicaban.

Aparte de que no tomaba en cuenta los desaires y maltratos físicos de que era objeto, se disgustó porque su compinche Pachanga desistió de ir a los ágapes-banquetes. A éste se le revolteó el estómago -se metió al baño como 20 veces- debido a que en tres recepciones le quitaron de las manos fundas llenas de “sobras” de alimentos, destinadas a engordar a sus perros de raza.

En una boda privada lo cogieron por los hombres y lo soltaron en la calle, después que le propinaron numerosos vejigazos; en un baby shower (fiesta de embarazada) lo acusaron de ser el autor del robo de la cartera de una de las asistentes y le azuzaron un perro Bull-dog, y en un hotel a un conferencista extranjero le sustrajo un maletín con documentos oficiales y otras pertenencias.

En otros momentos le dieron una caterva de pescozones, que rodó por el pavimento como un aguacate, lo llevaron preso en un camión descapotado y con un poquito de freno, y en un cumpleaños, en el cual alegó que cubría para una conocida revista de sociales le asignaron una mesa especial y le brindaron, primero que a todos los demás, cerveza, bocadillos, dulces, helados y bizcochos.

Sin embargo, se quejó desatentamente debido a que los halló desabridos y pésimos, no había whisky ni champán, y el papel higiénico era muy fino. Una anfitriona sintió apuros, y para remediar la situación lo surtió de regalos y sonrisas.

Una acalorada noche tropical, cercano a las 12, en vez de identificarlo como periodista, ladrones de patios confundieron a este bizarro con un rico empresario, y lo dejaron moribundo – con una ringlera de orificios por todo su cuerpo-, en las inmediaciones de su hogar, en Villa Duarte. Lo atacaron pensando que cargaba una gran cantidad de dinero, pero en un bolsillo sólo tenía 50 pesos, que no alcanzaron para pagar el carro que lo llevó hasta el hospital.

A los tres días del calvario hospitalario, a Bollito las heridas de puñaladas se le rebelaron hasta marchitarlo con la muerte, con una dolorosa picardía bohémica y como si fuera una venganza cruel por sus engañosas travesuras y por querer usurpar una profesión noble. Al enterarse de su fallecimiento, los “paracaidistas” o “pica-picas” soltaron lágrimas y se disfrazaron de negro por Bollito, quien bajó a la tumba por quererse pasar como un “periodista”, y por extorsionista y ladrón.

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