Con mucha frecuencia se utiliza la expresión de que “la costumbre hace ley”. De tanto ver una situación, aunque sea desagradable y repugnante, nos acostumbramos tanto a ella que comienza a ser parte de la cotidianidad y la convivencia. Llegamos a asumirla como si fuera una norma de cumplimiento imperativo.
Y así la gran mayoría termina por no inmutarse ante lo que en el pasado indignaba y laceraba el alma nacional.
Se fue dando poco a poco, comenzando por las autoridades que se acostumbraron a sus elegantes despachos, lujosamente amueblados, deslumbrantes por el brillo de la caoba y bajo confortables acondicionadores de aire. Funcionarios que al parecer se mueven exclusivamente por el polígono central del Distrito Nacional y hace tiempo que no recorren las calles de los empobrecidos barrios capitalinos, donde gran parte de sus moradores se han resignado a una vida de frustraciones, olvido y desesperanza.
A esa indiferencia estatal se le sumó luego la falta de conciencia ciudadana, claro amparada en la ausencia de ley y orden. Ciudadanos que cuando emigran o llegan a otros países como visitantes asumen un comportamiento ejemplar, porque existe un régimen de consecuencias que atemoriza e induce al respeto, lo que desmiente la arraigada creencia de que “los dominicanos somos así”, que ese estilo de vida es parte de nuestro ADN.
Cuando recorro cualquier barrio de la capital, en medio de un amargo desaliento que se agiganta a cada cuadra, siempre me surgen las mismas inquietudes: ¿En qué momento perdimos el amor por nuestra “patria chica”, ese espacio donde nacimos, crecimos y desarrollamos el vínculo familiar y otrora de buena vecindad al que estábamos atados por un indivisible cordón umbilical? ¿Cuándo nos volvimos insensibles a las agresiones a nuestro entorno que deberíamos cuidar con pasión desmedida?
Y en medio de esas interrogantes, amables lectores, me asalta siempre la duda de si abordar en un placentero domingo un tema tan consabido, manoseado y sazonado. Que no requiere más análisis o estudios, aspecto en que como país cada cierto tiempo nos graduamos Summa Cum Laude, pero sin ningún ejercicio satisfactorio.
Que no necesita el nombramiento de una comisión para evaluarlo y rendir un informe que al final nunca llega, en realidad la salida más inteligente que hemos aplicado para eternizar los más sentidos males sociales y diluir las quejas ciudadanas.
Porque ya sabemos que es multifactorial y que atañe a la sociedad en su conjunto, para apelar a esa insípida reflexión que ya se ha convertido en un cliché que enmarca diversas problemáticas sociales, pero sin aportar ningún resultado.
Y conocemos también de la “voluntad política” de los presidentes de la República que hemos tenido para enfrentar tan angustiante clamor ciudadano, porque siempre están dispuestos a “poner su oído en el corazón del pueblo”, los jefes de Estado siempre ajenos a esas incompetencias de sus subalternos y subalternas, expresiones tan machacadamente utilizadas por funcionarios que, como sentenció el cantante español Joan Manuel Serrat, nos han llevado al cansancio de “estar hartos ya de estar hartos”.
La mayor incertidumbre precisamente es ignorar el hartazgo al que tendremos que llegar para que “la sociedad en su conjunto” reaccione ante lo que debería avergonzarnos y lastimarnos.
Quizás como país perdimos esa capacidad de percibir cuando estamos a punto de ebullición como Estado fallido, un término que utilizamos con tanta frecuencia para etiquetar a nuestro vecino más cercano, nación que comenzó ese derrotero cuando comenzó a ignorar esas “simplezas”.
Hasta ahora este problema que cada día se sale más de nuestras manos, se asume como un asunto de gente pobre que medios de comunicación y periodistas exageran sólo con el ánimo de “fuñir mucho la paciencia”.
En realidad, no es así. Las clases media y adineradas ya han comenzado a padecer sus secuelas con las últimas inundaciones urbanas. En los llamados residenciales, los grupos de whatsapp de sus moradores, son el mejor termómetro de que allí también ya se torna inquietante.
Este domingo no quisiera extender el artículo más de la cuenta. Solo contarles que el pasado lunes caminaba por el barrio donde nací y crecí, Villas Agrícolas, ubicado en la zona norte del Distrito Nacional, y pude observar, oler y hasta pisar lo que ya se ha vuelto tan común en cualquier sector de la capital.
Y aquí les dejo la imagen captada con mi celular que vale por mil palabras y que me llevó a preguntarme sobre la basura arrojada en las vías públicas: ¿Es que ya no nos importa esta vergüenza nacional?
Basura arrojada en una calle del barrio Villas Agrícolas.JUAN SALAZAR